Era
una puta.
Todo
el mundo sabía que era una puta. Montfermeil, el pueblo donde había nacido, la
miraba por encima del hombro. Las paredes del lugar, un lugar que había
prosperado mientras ella caía por el abismo de la perdición, susurraban a sus
espaldas.
Algunos
aseguraban que se llamaba Fantine, otros que tenía una hija en algún lugar de
Francia, y que por eso estaba así. Se decía que había sido realmente hermosa,
antes de que la pobreza se llevase sus dientes. Su pelo, ahora cortado al ras,
antaño era una hermosa melena rubia.
En
realidad, poco importaba.
Había
aprendido a ignorar los insultos. Paseaba por las calles, ajena a la atenta
mirada de los vecinos. No merecía la pena, ninguno merecía la pena. Nadie.
Salvo su pequeña. Si seguía viva, era por ella. No podía dejarla sola, no podía
dejar que Cosette, su Cosette, pasara por lo mismo por lo que estaba
pasando ella.
A
nadie le sorprendió que aquel hombre le pusiera nieve en la espalda. Nadie
acudió a socorrerla, a ayudarla. Ella se giró y le atacó, con los tristes
restos de una dignidad ya perdida. Un corro se formó a su alrededor,
aplaudiendo y victoreando como si se tratase de un animal de circo. Notó una
mano agarrarla de su deshilachado y sucio vestido.
Y
luego, miedo.
Andrea Florido
Andrea Florido
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